“El camino al infierno está empedrado de buenas intenciones”, reza la sabiduría popular. Bien podría ser el caso de una medida que —a simple vista— genera el consenso de la buena fe y de la justicia, pero que (con una mirada más profunda y realista a los hechos del mundo actual) tendría que ser evaluada poniendo a la integridad nacional como punto de partida de cualquier otra consideración ideológica.
En el marco del Día Internacional de los Pueblos Indígenas se suscribió ayer en Palacio de Gobierno, con el jefe del Estado a la cabeza, el Decreto Supremo 005-2017-MC, que aprueba la Política Nacional de Lenguas Originarias, Tradición Oral e Interculturalidad. La idea es la conservación de las cuarenta y siete lenguas nativas que forman parte del acervo cultural de la República, haciendo obligatorio con el tiempo que las comunidades que las hablen mayoritariamente en sus zonas geográficas sean atendidas por el Estado (salud, educación, seguridad, etc.) en su propio idioma.
El propósito que subyace a esta política de Estado es la integración nacional. No estoy de acuerdo y creo es un error garrafal de la política cultural de este régimen, porque es muy probable que se produzca el efecto contrario, es decir, la desintegración nacional de aquellos compatriotas que tienen limitaciones para contactarse con el único idioma que integra en la vida real a todos los peruanos: el castellano.
El caso de España debería, entre muchos, poner la alarma contra este tipo de políticas públicas. Fue Adolfo Suárez, el capitán de la transición española, el que por quedar bien con Dios y con el diablo implementó en la constitución de 1978 una política de autonomías administrativas regionales que, con el tiempo, devinieron en extremismos culturales y que han puesto la unidad misma de España en entredicho. El idioma fue parte fundamental de este proyecto autonómico radical que alcanzó su paroxismo en Cataluña, región que decidió “abolir” el castellano de las prestaciones de servicios estatales —como pretende el DS de PPK y Salvador del Solar—, lo que fue replicado por el sector privado hasta convertir la lengua de Cervantes en un idioma extranjero en la Generalitat. Hoy, los catalanes y sus autoridades son los más entusiastas en separarse de España para formar su propio “país”.
El mayor incentivo para la integración nacional es el idioma. Un asháninka no va a aprender quechua para comunicarse con los que hablan ese idioma. Un aymara no va a aprender shipibo-conibo para conversar con los de esa comunidad linguística. Pero si todos saben y hablan castellano la integración fluye con mayor facilidad que si incentivamos que los servicios públicos se brinden en las lenguas originarias de cada colectividad. Por el contrario, no existirá ningún incentivo de aprender el castellano —nuestra lengua integradora nacional— si los shipibos, los aymaras o los asháninkas se acostumbran a recibir los servicios del Estado peruano en su propio idioma.
De cara al Bicentenario, el gobierno y su agenda progresista llena de buenas intenciones están poniendo lamentablemente los cimientos de la desintegración nacional en un país que, como el Perú, está pegado con babas.
Autor: Ricardo Vásquez Kunze